La radicalidad del Zen

La radicalidad del zen La radicalidad del ZenEs mucha, cada vez más, la gente que se acerca al Zen porque quiere indagar sobre cuál es su papel en la vida, qué pinta en este mundo, qué sentido tiene todo esto. El ansia, hecha necesidad, de conocerse a sí mismo es el motor de las más importantes interrogantes vitales, y también el móvil que late en quien quiere iniciarse en el camino del Zen: ¿Quién soy detrás de mis apariencias? ¿Por qué existo yo más bien que la Nada? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Adónde voy? ¿Qué es la vida?…
Estas preguntas son las que, a su vez, nutren nuestra cuestión sobre el fenómeno del despertar de la conciencia, también llamado “iluminación”. La capacidad para ese despertar, que equivale a caer en la cuenta, no es privilegio de una minoría de filósofos; tampoco de una determinada secta o religión, sino una posibilidad que está al alcance de todas las mujeres y todos los hombres de la tierra. Un derecho de toda la humanidad.

La experiencia de la iluminación no requiere de la mediación necesaria de una religión organizada, sino que más bien se trata de un derecho de nacimiento que acoge a todo ser humano y una meta hacia la que se orienta toda la creación. Por eso, el despertar del Zen en Occidente, supone una nueva comprensión que parte de las mismas raíces del Ser; de ahí su radicalidad: una comprensión que va directamente a las raíces del corazón humano, iluminando lo que para ese corazón estaba oscuro. Se trata de una profunda certeza más allá del entendimiento y de los sentidos, certeza de la que a lo largo de milenios han hablado con idénticas palabras sabios de todas las culturas y religiones. Sabios, que, por serlo, dejaron a un lado su protagonismo personal.

Por todo eso, lejos de estar contaminados por la epidemia de la inflación del yo, tan frecuente en la mayoría de las “almas consagradas” de las órdenes religiosas, los estados místicos implican la desaparición de todo vestigio de narcisismo, de todo egocentrismo sea personal o colectivo, y de todo ideal de omnipotencia tan propio de los “elegidos”. El valor de los estados de conciencia místicos, no radica en que proporcionen la inflación del ego, sino, precisamente, en la posibilidad de desinflarlo. Y en el ejercicio del Zen no cabe la posibilidad de tener miedo a la negación del ego, ya que siendo precisamente el miedo el principal enemigo del yo, ese miedoso yo no puede ser el yo real, ni el auténtico tú.

La iluminación querido lector, no es más que lograr ser lo que en esencia ya éramos; la iluminación consiste en ser la totalidad última, y en darse cuenta perfecta de la verdad que se es. Pero ese acto de caer en la cuenta no entraña una actividad exclusivamente racional, sino que abarca todo el espectro sensorial. La verdad que se es, es estimulada por la verdad que se siente, una verdad vivida, que es de lo que se trata cuando en este trabajo hablamos de una verdadera experiencia: La sensación de ser.

Abrirse a la experiencia del Ser es el cambio más decisivo que puede darse en la existencia. Supone tanto un viraje crucial como el comienzo de una transformación. La persona que haya caído en la cuenta de lo que supone “ser su verdadero ser” comprenderá que toda la naturaleza, incluida la de su propia mente y de su propio cuerpo, se halla impregnada por el Ser que la envuelve. Estar despierto, es captar que no sólo es uno quien toma conciencia de la Vida, sino que es la propia Vida la que toma conciencia de sí misma a través de nuestra forma humana.

De un modo u otro, a todos nos ha sido dado vivir momentos especiales en los que el Ser que late en la profundidad se ha sentido especialmente dichoso. Vivencias que salen del marco de lo ordinario y que, no obstante, uno se da perfectamente cuenta de que siempre estuvieron “ahí”, en nuestro interior, y en el interior de todas las cosas. Nuestra desgracia radica en que esas vivencias, lejos de tomarlas en serio, las subestimamos como si fueran una trivialidad, o incluso una locura. Nuestra transformación, tan exclusivamente racional, condiciona nuestra falta de coraje para atrevernos a cambiar el orden establecido por la conciencia unidimensional, con el fin de que “lo otro” pueda al fin manifestarse. Y no deja de ser un gran infortunio que, montados en la grupa de las corrientes teóricas mecanicistas, la ciencia solamente haya prestado atención a la represión de la sexualidad y de la agresividad, y a todo eso que forma el inconsciente sumergido, sin que haya reparado en la mayor de las represiones: la de la emergencia del Ser, que clama por abrirse paso: la represión del inconsciente emergente.

El Ser nos interpela constantemente, a cada instante, con esa voz secreta que clama en los momentos numinosos; esa voz que propicia esos escenarios interiores en los que, extinguido el yo, también la dualidad queda extinguida y, liberados de la tensión sujeto-objeto, puede así aflorar el gran abrazo de la Unidad. Lo cierto es que la experiencia del Ser, como aquí veremos, envuelve al hombre en un abrazo cuando éste ha asumido el riesgo de vivir afianzado en la promesa de que tras su nostalgia, radical e inexorable, se esconde la plenitud de la Nada, inextinguible origen de toda forma. Inextinguible origen de la experiencia numinosa del despuntar del Ser.

Por otra parte, el despuntar del Ser puede emerger en aquellos individuos que, habiendo llegado a una situación límite en su sufrimiento, son, sin embargo, capaces de acogerla en su más profunda intimidad. Es interesante lo que dice a este respecto Karl Dürckheim (1994): “Es en ese momento cuando, inesperadamente, desde la profundidad de su más absoluta indigencia, llega la gracia insospechada de sentirse envueltos, protegidos y vivificados con un amor que no es de este mundo”.

El aspecto liberador, también tremendo y sobrecogedor, de estas vivencias del despuntar del Ser consiste en que, sin asomo de la menor duda, quien las experimenta se siente unido al cosmos, como si fuera el nudo de una red, experimentando así un sentimiento de unidad expansiva donde el propio ego rompe sus fronteras arribando más allá de los confines de su propia mente, a Eso que se ha llamado “conciencia cósmica” o “conciencia de Unidad” o “Gran Vida” o “Identidad Suprema”…o Dios, que, dicho sea de paso, tanto asusta a la mayoría de psicólogos, psiquiatras y teólogos.

La radicalidad del Zen.
Rafale Redondo.
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