Vivir sin cabeza

Vivir sin cabeza Vivir sin cabezaDe una u otra forma, había estado pensando vagamente en mí mismo como el inquilino de esta casa que es mi cuerpo y mirando al mundo exterior a través de sus dos ventanitas. Ahora resulta que no es así, ni remotamente. Si miro a lo lejos, en este momento ¿qué es lo que me indica el número de ojos que tengo, dos, tres, cientos o ninguno? De hecho, a este lado de la fachada sólo se abre una ventana y ésta está abierta de par en par y no tiene marco y es inmensa y nadie mira por ella. Siempre es el vecino quien tiene ojos y un rostro para enmarcarlos; nunca el aquí presente. Así que existen dos clases -dos especies muy diferentes- de ser humano. La primera de ellas, multiplicada en innumerables ejemplares, lleva evidentemente una cabeza sobre los hombre (y por “cabeza” entiendo una bola opaca, peluda, de unos treinta centímetros de altura, con varios orificios) y en cambio la segunda, con únicamente un ejemplar en existencia, está claro que no lleva tal cosa sobre los hombros. Y pensar que hasta ahora había pasado por alto una diferencia tan importante víctima de un ataque de locura prolongado, de una alucinación tan larga como la vida (y por “alucinación” entiendo lo que dice mi diccionario: percepción aparente de un objeto que no está en realidad presente) me había visto siempre igual que los otros y por cierto nunca como un bípedo decapitado y, sin embargo, vivo. Había estado ciego para la única cosa que siempre está ahí y sin la cual sí que estoy ciego: este sustituto maravilloso de la cabeza, esta claridad sin límites, este vacío luminoso y absolutamente puro, que a pesar de todo es – más que contiene- todo cuanto se ofrece. Pues por mucho cuidado que ponga en la inspección, no llego a encontrar aquí ni el rastro de una pantalla en que estas montañas y el sol y el cielo pudieran ser proyectadas, o un espejo limpio en el que se reflejen, o una lente transparente, o una abertura para observarlos; y menos todavía una persona a la que le sean presentados, o un observador (o su sombra al menos) distinto de lo visto. Absolutamente nada se interpone, ni siquiera este obstáculo incomprensible y elusivo al que llaman “distancia”: el cielo azul, claramente ilimitado; la blancura rosada en las aristas de la nieve; el verdor brillante de la hierba; ¿cómo podrían estar lejos, si no hay nada de lo que estar lejos? Este vacío sin cabeza escapa a toda definición y localización: no es redondo; ni pequeño o grande; ni tampoco está aquí, por contraposición a allí. (Y aún si de verás tuviéramos aquí una cabeza desde la cual medir, la cinta métrica que extenderíamos desde ella hasta aquella cima montañosa, se reduciría a un punto, a nada, al leerla yo desde mi extremo; y no se me ocurre otra manera de hacerlo). En realidad, estas formas multicolores se ofrecen con toda sencillez, despojadas de complicaciones tales como podrían ser cerca o lejos, éste o esto, mío o no mío, visto por mí, o meramente dado. Toda dualidad entre sujeto y objeto se ha esfumado: no puede leerse en una situación en cuyo espacio no cabe.

Tales eran los pensamientos que siguieron a mi visión. Aunque pretender traducir la vivencia inmediata y directa de estos u otros términos es traicionarla, complicando lo que es la mismísima sencillez: está claro que cuanto más alarguemos el examen post mortem, más lejos estaremos del ser vivo original. En el mejor de los casos, estas descripciones pueden recordarle a uno la visión (despojada de aquella intensidad luminosa) o facilitar su recurrencia; pero en cuanto a comunicar su esencia o asegurar que volverá, es tanto como pretender que el menú más apetecible pueda sustituir en nuestro paladar a los alimentos que describe, o el mejor libro sobre humor nos capacite para entender un chiste. Por otra parte, es imposible dejar de pensar por mucho tiempo, e inevitable la pretensión de relacionar los intervalos de alguna manera lúcidos y el confuso telón de fondo de nuestra vida. ¿Quién sabe?, podría favorecer indirectamente el regreso de la lucidez.

Vivir sin cabeza.
Una experiencia Zen.
Douglas E. Harding.

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